Relato
(Fragmento)
Teresa Aranguren
© Teresa Aranguren, 2018
Fragmento del relato «Olivos», de Olivo Roto: Escenas de la ocupación
(Caballo de Troya, 2006)
Reproducido con el permiso de la autora
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2020
bajo licencia CC-BY-NC-SA
© de la imagen de portada:
Sol Moracho (CC-BY-NC-SA)
Diseño web:
Eduardo Gayo López
La silueta de la mujer se confunde con los arbustos de la ladera. Está sentada sobre sus talones, con los codos hincados en las rodillas y sus manos forman una especie de cuenco en el que apoya el mentón. Lleva túnica color granate con bordados rojos y azules en el pecho y un pañuelo blanco recogido hacia atrás en la cabeza.
Está muy quieta, con la inmovilidad que la gente del campo domina.
Parece una planta más, plantada en la tierra.
Sus ojos no expresan tristeza ni alegría ni miedo ni esperanza, solo miran, absorben el paisaje.
El paisaje tiene colinas con vegetación del monte bajo y vallecillos con huertos y árboles frutales.
Ya campos de olivos.
La mujer se ha levantado en la madrugada. Se ha lavado las manos y la cara en una palangana que llenó de agua antes de acostarse, después ha vaciado la palangana y la ha vuelto a llenar con agua del grifo que hay en el patio de la casa. Cuando ha empezado a clarear ha despertado a su marido para la oración de la mañana. El marido hace sus oraciones sobre la alfombrilla que hay a los pies de la cama y luego vuelve a acostarse; ella ha orado en el patio, después ha ido a calentar el horno. Como cada día.
A las seis de la mañana, cuando el marido y los tres niños se levantan, ella les ha preparado pan, aceite y tomillo para desayunar.
Los niños van a la escuela de la UNRWA que está junto al campo de refugiados, lo que les evita tener que pasar por los puestos de control del ejército. El marido sí tiene que pasar por ellos para ir al trabajo. El marido es albañil y no siempre tiene trabajo, y no siempre puede pasar los puestos de control del ejército.
Son pobres. Pobres y refugiados. Doblemente pobres.
Pero hace un año pudieron cumplir su sueño de hijos de campesinos trasplantados. Fue empeño de ella, más que del marido. Quería tener un pedazo de tierra, como la tuvieron sus padres y los padres de sus padres y los padres de los padres de sus padres. Un pedazo de tierra suya.
Se la compraron a Abu Alá, que es el jefe de su marido y un buen hombre. Se la vendió por dos mil dinares. Muy barata. Aun así tuvieron que pedir un crédito en el banco de Yenín. Se lo pusieron fácil. Casi sin intereses.
Era un terreno de algo más de un dumun en la vertiente oeste de una de las colinas que descienden desde las montañas de Cisjordania hacia los llanos de la costa. en esa zona la tierra es de color rojizo, aunque en primavera predomina el amarillo y el azul de las flores silvestres.
El terreno tenía cuatro almendros, dos higueras y muchas matas de romero y espliego.
Y diez olivos.
Cuando los compraron ya estaba mediado el otoño, y los árboles estaban cargados de olivas; el mismo día que les dieron el título de propiedad fueron todos juntos a verlos. Ella llevó queso, pan y fruta para merendar, y los niños estuvieron corriendo por el monte hasta que se puso el sol; el marido los seguía a veces, otras los dejaba a su aire y se ponía a caminar a grandes zancadas, mirando al suelo, como si lo estuviera midiendo, ella estuvo sentada casi todo el tiempo en cuclillas, con el mentón apoyado en el cuenco que formaban sus manos. Mirando los olivos.
Durante un rato se dedicó a calcular cuántas latas de aceite podrían sacar de cada árbol, pero se cansó pronto, no tenía la mente para cálculos. Demasiada emoción.
Era la hora silenciosa del atardecer, cuando hasta los pájaros callan. La sombra iba ganando terreno sobre los montes y en los espacios aún iluminados por el sol de poniente el paisaje adquiría un tono dorado como el de la luz de una bombilla mortecina en el interior de una habitación. Los gritos de los niños correteando sonaban lejanos.
Ella miraba los olivos y se dejaba mirar por ellos.
Y casi sin darse cuenta les fue poniendo un nombre.
Los olivos formaban dos hileras, una de cuatro y otra de cinco, descendiendo en paralelo por la ladera; el más ancho, quizás el más viejo, quedaba fuera de las filas, en la parte alta de la pendiente, solo. Empezó con la hilera más larga; al de más abajo le puso el nombre de su hijo pequeño, Ferás, al siguiente el de su hija Amira, al otro Hattem y a los dos últimos Ibrahim, como su marido, y Fátima, como ella. Después se quedó mirando la otra hilera de olivos sin saber muy bien cómo continuar. Hasta que pensó en sus padres.
Le pareció perfecto, los cuatro olivos llevarían los nombres de los abuelos: Jalil y Amira por sus padres, Abu Ali y Ruha por los de Ibrahim.
Al décimo olivo, el más ancho y quizás el más viejo, decidió dejarle sin nombre de momento. «Él encontrará su nombre —pensó—, el tiempo se lo dará».
[…]
La boca de la excavadora mordió la tierra.
La silueta de la mujer sentada en cuclillas queda medio oculta por los arbustos. Parece una planta más plantada en la tierra.
Los ojos de la mujer son dos pozos oscuros en los que todo entra y nada sale. Los ojos de la mujer absorben, succionan, se tragan lo que miran. No expresan miedo ni esperanza ni alegría ni tristeza, solo miran y el paisaje que miran se hunde en ellos.
El paisaje tiene colinas cubiertas de matorrales y vallecillos con huertos y árboles frutales.
Al otro lado del barranco, en la ladera de la colina hacia donde mira la mujer sentada en cuclillas, hay una franja de tierra desnuda como el surco de una herida a la que aún no le ha salido costra.
El ruido de las excavadoras perfora el aire. Hay vehículos militares circulando por la herida aún sin costra. Las voces de los soldados violan el silencio del campo.
La mujer está muy quieta. Pero si uno se fija bien puede advertir que mueve los labios, y si uno pudiera acercarse a ella oiría lo que dicen sus labios.
—Adiós olivo, te encontraré nombre.
Ha apoyado un brazo en el suelo y con un solo movimiento sorprendentemente ágil se ha puesto en pie. Durante unos segundos permanece inmóvil mirando al frente. Al otro lado del barranco un soldado la apunta con el fusil. Otro soldado grita a través del megáfono: «Zona militar cerrada, si da un paso más disparamos».
Da media vuelta y comienza a alejarse.
Su figura, túnica rojo granate y el blanco con ribetes azul celeste del pañuelo que le cae por la espalda, aparece y desaparece en el visor del fusil del tirador.
El soldado, que es un joven nacido en Brooklyn que no sabe mucho de cosas del campo, masculla a su compañero:
—Pero, ¿qué diablos hace?
El otro soldado dice:
—Creo que está arrancando las malas hierbas que hay junto a los árboles.