Historia de un aprendiz

(Y DE CÓMO SU PATRÓN MATABA A LOS ANARQUISTAS)

T. Combe

Título original:
Comment son patron tuait les anarchistes. Historie d´un apprenti
Publicado por primera vez en Le Véritable Messager boîteux de Neuchâtel pour l’an de grâce 1895 (págs. 61 – 65) (Neuchâtel, Suiza)
Reeditado por Paulette éditrice (Lausana), en 2019
T. Combe es el pseudónimo literario de Adèle Huguenin
(Neuchâtel, 1856-1933)
© Dominio público
© de la traducción:
Lola Montero Cué, 2020
© de esta edición digital:
LíbereLetras. 2020
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Jean Maraudet ha empezado a trabajar hace apenas unos días, muy orgulloso de su nueva dignidad. Muy sorprendido, también, de verse dueño y señor de dieciocho francos a la semana (y eso es solo el comienzo). Cinco años ha pasado de aprendiz para conseguir ese sueldo. Pero la verdad es que tuvo suerte, porque le tocó un patrón como pocos, que le dio alojamiento, alimento, ropa y aseo de verdad, no como sucede a tantos pobres aprendices, a quienes alimentan con sobras, visten con ropa del diablo y lavan a cubazos de agua fría contra una pared.

Jean tenía solo trece años cuando el encargado de la autoridad tutelar del cantón lo puso en un tren y lo expidió sin recargo a Monsieur Benoit, fabricante de muelles, para que fuera su «cosa» durante cinco años. No era huérfano, pero con el padre entre rejas y la madre haciendo las calles, más le habría valido serlo. Había tenido que vivir toda su vida en familias de prestado, egoístas, cuando no francamente mezquinas, que habían explotado al máximo su inocencia, su dinamismo y su viva inteligencia, tratándolo siempre como a un perrillo inferior a los demás. Y Jean Maraudet se había tragado todas las injusticias apretando su puño menudo y llorando a solas, sin consuelo de nadie. Pero pronto supo empuñar su destino con las dos manos y se hizo anarquista. No le faltaban razones.

Uno de los lugares en los que tuvo que vivir fue un cabaret en el que lo habían colocado durante algún tiempo, porque el dueño del establecimiento aceptaba, a cambio de unas monedas, ocuparse de la educación de los huérfanos y los desvalidos. Fue allí donde Jean había escuchado por primera vez los lemas y las arengas anarquistas y, como tenía una excelente memoria, había aprendido muy pronto a repetirlos de corrido. Con el aplomo de un hombre hecho y derecho, hablaba del sudor del pueblo, de la opulencia de los patronos, de huelgas y de sindicatos, y de cómo los explotadores tendrían su merecido. Profería el chaval, con su voz todavía infantil, frases sanguinarias. Pero el problema no eran las frases, sino los rencores que iba acumulando en su alma resentida y que podrían haberlo empujado a quién sabe qué violencias.

En el tren que lo llevaba al encuentro de Monsieur Benoit, Jean se decía a sí mismo: «Ahora sí que van a explotarme. Me van a hacer trabajar cinco años para el patrón… Pero si me aprieta demasiado las tuercas, juro que lo pongo delante de los tribunales… Él no lo sabe, pero yo conozco mis derechos y, además, tengo mis ideas. Ese pueblo es muy grande y seguro que hay muchos aprendices. Fundaré un sindicato anarquista, y les vamos a dar lo suyo, a esos patronos».

Cuando Jean bajó del tren, vio a Monsieur Benoit esperándolo en la estación, acercarse a él y tenderle la mano, preguntándole cordialmente si había tenido un buen viaje. Aquello no se lo esperaba. Pero más sorprendido quedó al llegar a la casa, cuando la patrona lo recibió como una madre y lo llevó a una habitación de lo más pulcra, que compartiría con el hijo mayor de la pareja. En la mesa, Jean quedó de nuevo perplejo al ver que se servía a los niños por edad y que a él le habían incluido en el reparto de la misma forma: después de Bernard, que tenía quince años, y antes que a Louis, que solo tenía doce. Como si fuera uno más de la familia. Después tuvo su ración de verduras frescas y su trozo de lomo tierno, como todos los demás, en lugar de los trozos de carne que no quería nadie, o la grasa, o las judías recalentadas del día anterior, como le había sucedido siempre. Entonces se emocionó. Pero enseguida se recompuso: «Mejor para mí, se dijo, ya veremos cómo sigue esto».

Y lo que siguió, en efecto, fue un discurso sobrecogedor del patrón, que le puso a Jean los pelos de punta. Cenaba con la familia ese día un pariente cercano, que estaba contándoles las noticias del día. Hablaba, en particular, de algunas de las duras medidas impuestas en cierto país contra los anarquistas.

–¡Bah! –dijo Monsieur Benoit– Los gobiernos no saben cómo actuar; yo, a los anarquistas, los mato bien jovencitos. ¡No les da tiempo ni a respirar!

Monsieur Benoit miró a su esposa, que asintió con aire de quien entiende, y el primo sonrió, con un gesto de aprobación. A Jean se le abrieron los ojos de par en par y sintió que se le cortaba la respiración, pero, temiendo que lo tomaran por un inocente, se recompuso de inmediato y adoptó de nuevo la expresión de un joven duro al que nada puede ya sorprender.

Tras la cena, el patrón lo llevó a los talleres, que se encontraban en dos grandes salas acristaladas, desiertas a aquella hora. Le mostró algunas herramientas y le dijo los nombres, lo llevó al puesto en el que, durante cinco años, tendría que sentarse cada día de labor, y le habló con palabras elogiosas del trabajador que tendría como compañero.

–En mi casa –dijo Monsieur Benoît­–, las novatadas y las humillaciones están prohibidas. Empezarán llamándote «chavalín» y no te salvarás de algunas bromas. Pero si tienes un mínimo de picardía y de sentido del humor, sabrás cómo responderlas y en dos semanas serás uno más. A continuación le explicó sus deberes como aprendiz y las rutinas y tareas de limpieza que compartiría con su hijo Bernard.

–Ya te habrás dado cuenta, a lo mejor –prosiguió Monsieur Benoît–, de que soy un hombre justo. Mido a mis aprendices por el mismo rasero que a mis propios hijos. Aprecio la buena voluntad y los errores, los perdono. Pero la mentira, no la puedo soportar. Así que, en esta casa, a los mentirosos se los castiga con el palo, sean mis hijos o mis aprendices, me da igual.

Jean Maraudet, que tenía la moral defensiva de los que han vivido siempre abandonados a su suerte, no era precisamente un prodigio de sinceridad. Hábil, inteligente y laborioso, tomó gusto desde el primer momento al manejo de las herramientas y al ambiente del taller, y su trabajo era irreprochable. Pero como cabía esperar, su primera falta fue, precisamente, una mentira gorda, oronda y absurda que el patrón descubrió de inmediato, con dos o tres preguntas que le cayeron como puñaladas.

–Estás mintiendo. Confiésalo –le dijo, con severidad.

Al sentir el tono frío y amenazador del patrón, lo peor del chico –la desconfianza, la altanería, la mezquidad– salió a la superficie.

–¿Confesar? ¿Qué tengo que confesar? –respondió con descaro.

–Te lo advertí –dijo el patrón, con una voz firme y pausada–. La mentira es el palo.

–¡Usted no tiene ningún derecho a pegarme! –gritó Jean dando un salto hacia atrás– ¡Si me toca, le llevo a los tribunales!

–Como quieras –respondió fríamente el patrón–. El contrato todavía no está firmado. Así que ahora mismo te llevo de vuelta a tu pueblo.

–Me voy yo solo –dijo Jean con voz altanera y el corazón en un puño– ¡No tiene derecho a pegarme! –repitió.

–Mi hijo Bernard se sometió de propia voluntad a ese mismo castigo hace cuatro años y, desde entonces, no ha vuelto a mentir.

–¡Eso a mí no me importa! ¡Yo no soy su hijo!

–Pues yo te trato como si lo fueras –dijo Monsieur Benoît, con un tono mucho más dulce, como si sintiera pena por el joven rebelde y quisiera empujarlo a someterse de buen grado. –Podría muy bien tirarte al suelo ahora mismo y administrarte el castigo sin más –continuó el patrón–. Pero no lo haré. Mira, piensa bien qué quieres hacer y, si dentro de una hora, vienes y me dices «me merezco el palo y acepto el castigo», olvidamos todo esto y seguimos como si nada.

–¡Eso jamás! –gritó Jean, profiriendo la mayor palabrota que le vino a la mente–. Prefiero largarme ahora mismo.

El chico agarró su sombrero, que colgaba de un clavo en la pared del taller, y salió disparado, como alma que lleva el diablo. Desde la ventana, Monsieur Benoît le vio atravesar el patio como una exhalación, tomar una callejuela y dirigirse hacia los campos. Pensativo, se dijo «hay que tener paciencia».

A diez minutos de la casa había un pequeño bosque formado por cuatro o cinco álamos y algunos pinos, rodeados de matorrales de espinos y rosales silvestres. No era un mal escondite; la tierra, cubierta por las finas agujas de los pinos, estaba seca y mullida.

Jean se adentró en el bosquecillo y se acostó en el suelo con la cabeza entre los brazos. Imaginaba que saldrían en su busca y preparaba una buena defensa. A su alrededor zumbaban las últimas moscas del verano. Durante horas no escuchó más ruido que ese, aparte del silbido lejano de las fábricas. Trató de dormir, pero la cólera se lo impedía. Se sentaba, se levantaba, se volvía a acostar, rumiando todas las afrentas que había sufrido durante su vida entera. A mediodía, comenzó a sentir el agradable y puntual apetito de un estómago de trece años. A las tres, la sensación comenzó a ser mucho menos agradable. A las cinco, era ya una tortura. Se miró los bolsillos: ni una moneda. Masticó algunas hojas de espino y las encontró insípidas. A las siete de la tarde, ya no estaba enfadado, sino hambriento como un perro, pero resuelto a no dejarse llevar por la hambruna. No le quedaba más que pasar la noche en su escondite y aplazar la decisión hasta el día siguiente.

Había empezado ya a amontonar agujas de pino para hacerse un pequeño lecho y trataba de engañar al hambre contándose historias de náufragos cuando, de repente, escuchó una voz desde detrás de los rosales salvajes llamándolo, «¡Eh! ¡Jean!», y entonces apareció Bernard, con una cesta en la mano:

–Te he traído tu cena –dijo.

Y puso en el suelo un buen trozo de pan del día, un pequeño bote con café caliente y un plato tapado con un trapo de cocina, mientras le hablaba de banalidades.

–El famoso pastel de carne de mi madre. Aunque estaría mucho mejor caliente.

–¿Por qué el patrón me manda comida? –preguntó Jean, sorprendido y desconfiado.

–Pues para que te la comas –respondió Bernard, sin comprometerse.

Morir de hambre habría sido un gesto noble, pero el pan estaba tierno y el olor del café era irresistible. Jean cayó de rodillas ante esos alimentos como caídos del cielo y pensó para sus adentros que quizás el patrón era un hombre justo, al fin y al cabo. «He trabajado para él esta mañana, así que me debía una comida, ya está», se dijo.

–Entonces –dijo Bernard guardando de nuevo los recipientes vacíos en la cesta–, ¿qué piensas hacer?

–Dormir. Ya me he hecho la cama, ¿no lo ves? –dijo, señalando el lecho de agujas de pino.

–Pero vas a pasar frío.

–Puede.

Bernard no insistió, como probablemente le habrían dicho que hiciera. Sin embargo, no se decidía a marchar. Tras dar dos pasos en dirección de la casa, se dio la vuelta de nuevo hacia Jean, y dijo:

–A mí también me ha pegado con el palo, y estoy vivo.

–Que te pegue tu padre, es otra cosa.

–Pues imagina que es tu padre también, y ya está.

–¡Eso es muy fácil decirlo!

Pensamientos amargos anegaban el corazón de Jean, que habría necesitado, en efecto, una gran dosis de fantasía para imaginarse que un hombre como Monsieur Benoît podía ser su padre.

Bernard había terminado por irse, finalmente, y la noche caía ya espesa sobre los árboles cuando Jean, acurrucado entre los pinos tratando de dormir, oyó de nuevo a alguien que lo llamaba: «¡Eh, Jean! ¡Jean Maraudet!»

Esta vez era el patrón en persona quien se acercaba, con un candil en la mano, como buscando una aguja en un pajar.

–¡Estoy aquí, señor! –dijo Jean, levantándose automáticamente, casi contra su voluntad.

–¿Y estás decidido a pasar aquí la noche? –preguntó Monsieur Benoît, con tono tranquilo.

–Pues sí, señor.

–Entonces te dejo mi abrigo, para que no tengas frío.

El patrón se sentó al lado del chico, como en espera de algo. En la oscuridad, Jean sintió al tacto la fibra gruesa y aterciopelada del abrigo.

–¿Y qué pasa si me largo con él? Me darían unas buenas monedas, si lo vendiera –dijo, con tono provocador.

–Podrías hacerlo, en efecto, pero no lo harás.

–No, no es mi estilo –dijo Jean en voz baja, y luego se atrevió a preguntar –Pero, ¿por qué hace usted todo esto? Si me dejara aquí muriéndome de hambre y de frío, seguramente volvería a su casa. En cambio, me da comida y me trae un abrigo, cuando no he hecho nada para ganármelo. Me podría pasar así un montón de días. ¡Menuda vida de marajá!

Aunque no le veía la cara, Jean adivinó que el patrón se había reído al escucharlo.

–Cuento un poco con que tu conciencia te ponga algunas espinas en esa vida de marajá. ¿Te das cuenta, hijo, de que no te deseo ningún mal? –prosiguió, con tono afectuoso– Yo actúo por tu bien, te quiero sincero y recto.

–¿Y tengo que aceptar que me pegue, de todas maneras? –dijo Jean, pensando que quizás tenía margen para negociar.

–Sí, de todas maneras.

–Pues entonces, ¡búsquese a otro!

–¿Tanto miedo te dan un par de golpes? –dijo Monsieur Benoît, con una mueca de ironía.

–No son los golpes. Es una cuestión de principios: no quiero que ningún patrón me ponga la mano encima.

–En ese caso, habría sido mejor que no mintieras. Que duermas bien, hijo–dijo Monsieur Benoît, levantándose.

–Buenas noches, señor.

Jean se envolvió en el abrigo, se hundió en las agujas de pino amontonadas y se hizo un hueco cómodo para la cabeza, que se había cubierto con un pañuelo. Qué noche más larga, y cuántas espinas le picaron, como el patrón había deseado… ¿Por qué había mentido?, se dijo Jean. Qué idea y qué costumbre tan estúpida. Con lo fácil que habría sido decir la verdad… Y tener que dejar su puesto de aprendiz cuando había tenido la suerte de caer con un buen patrón y con una buena patrona… Había cavado su propia tumba. Sí, pero ¿y los principios? ¿Y la dignidad del obrero?

Jean Maraudet se despertó cuando el sol brillaba ya en el cielo. Aturdido, se incorporó de un salto, se frotó los ojos y se encontró con el mismo dilema de la víspera, aún sin resolver.

–¡Bah! –se dijo–, lo más fácil es volver a mi pueblo; solo estoy a un día de marcha. Me encontrarán otro puesto y seré yo quien ponga mis condiciones al patrón.

Sacudió el abrigo de Monsieur Benoît para quitarle las agujas de pino que se le habían enganchado, lo dobló con cuidado, se lo colgó del brazo y salió del bosquecillo. Descendió el sendero con los ojos clavados en la casa que estaba a punto de abandonar y en la que había pasado, después de todo, los mejores quince días de su vida.

–¡Adelante! –gritó Monsieur Benoît desde su mesa de trabajo, al escuchar que alguien llamaba bruscamente a la puerta de su despacho. –¿Eres tú, Jean?

–Sí, señor. Le traigo su abrigo.

–¿Has consultado el asunto con la almohada?

–Me voy, señor, me vuelvo a mi pueblo.

–¿Con el estómago vacío? No, hombre. Antes comerás con nosotros por última vez, y mi mujer te preparará algo para el camino.

Jean bajó la mirada y sintió que se le cerraba la garganta. No osaba levantar los ojos, por temor a que se le vieran las lágrimas. Y entonces, antes siquiera de haberlo decidido, dijo:

–¿Y no me podría pegar ahora, señor, y así terminamos con esto?

–Sin ningún problema –respondió Monsieur Benoît– y estate seguro de una cosa –prosiguió, tomándole de los hombros y mirándolo fijamente a los ojos–, me hará más daño a mí que a ti.

Al primer golpe, Jean cerró los ojos y oprimió los labios, pero no rechistó. Cuando el castigo, que no duró mucho, hubo terminado, el patrón se inclinó hacia el aprendiz, le tomó la cara entre las manos y, paternalmente, le dio un beso. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Algunos instantes después, entraron juntos en la gran cocina, donde la familia estaba ya almorzando. La patrona sonrió.

–¿Ves? –le dijo su marido en voz baja– Otro pequeño anarquista menos.

Jean Maraudet ha terminado convirtiéndose en un obrero muy hábil. Y sueña con hacerse patrón él también.

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