Relato
María Ramona Rey
© María Ramona Rey, 1943
publicada originalmente en Rueca, año II, núm. 8 (otoño), 33-37
Reproducido en edición facsímil e e-book por Fondo de Cultura Económica,
en Rueca, tomo II. Otoño de 1943/Primavera de 1945
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—Así como le anunciaban siempre los aromas que sobresalían del recinto y el susurro que se escapaba de su silencio, era también cierto que la libertad se encontraba allí encuadrada, ceñida, en un estado de contradicción exacta. Pero comprendía que solo de esa manera, con un espíritu griego, podía haber resultado aquella maravilla de armonía.
Curioso había sido su proceso de formación. Primero fueron las paralelas del sitio que disponían ya, aunque vagamente, un destino simétrico, dotado de ángulos rectos. Sobre aquellas tirantes líneas de cordel se levantaron los muros. En la tierra grisácea fueron trazados los arriates y, siguiendo la forma que indicaban aquellas superficiales hendiduras, las piedrecillas blanqueadas, enterradas hasta la mitad, marcaron los segundos linderos.
Los arbustos y las plantas obedecieron una pauta imaginaria integrada por su necesidad de sol o de sombra, su resistencia al frío y al viento, el choque de sus colores, la protección mutua y la mutua hostilidad, la confusión de sus perfumes, en fin, las leyes de lo necesario, el contraste y la afinidad. —
El blanco revuelo de su falda, al chocar con los rayos perpendiculares del sol, formó instantáneas olas de sombra. Sus zapatos, blancos también, dejaban unas marcas semejantes a la tierra y su satélite. Las huellas, más rojas que el resto del pavimento (porque descubrían la humedad que el sol de la mañana ahuyentara de las capas superficiales, con el rastro de un transparente vapor perceptible, por sus vibraciones, solo a distancia), era como una rojiza vía láctea que terminara frente a aquel estupendo astro que era el rosal.
—Hubo quizá un tiempo en que se contemplaron el heliotropo y la campánula, el plúmbago y la gloria, la mimosa y el jacarando, el laurel y el tilo, aquellos extremos tajados, cicatrizados ya, pero desde donde la imaginación continuaba la parábola caprichosa de sus tallos y sus ramas. Y fue así que aquella mutilación general se convirtió en una fantasía también general, la que a su vez se transformó, al llegar la primavera, en una frondosa realidad de violentos amarillos, rotundos violetas, profundos y carnosos verdes.—
Proyectaba la higuera sus sombras, quietamente, de unas hojas a otras y sus abanicos ofrecían una exposición de claroscuro. En medio de aquellos humos pedían los ojos, con razón, un reflejo. Y veía entonces ella, ante el rosal, cómo atravesaban la fragancia que lo envolvía discretos rayos de sol filtrados por un arbusto. A estos los cruzaban, en una complicada geometría, gordezuelos insectos aterciopelados, sombras de pájaros, gasillas flotantes de libélulas. Mas la planta era un ser estático cuyo único movimiento era el olor que, despacio, de sus pequeños corazones desprendía. —Posee, no cabe duda, su propia estética. Pero esto no depende de los varios troncos, de resistente color café, salidos de la tierra; ni aún de las múltiples y vigorosas raíces que le afianzan a ella; sino de algo como delgados y luminosos hilillos de araña, de la disposición de los botones, los capullos, las rosas jóvenes a medio abrir y las rosas maduras en plenitud de belleza.—
Alargó la mano, los dedos agudos como destellos. Sabía que debía probar el defensivo encuentro de las espinas y responder, en cambio, con un minúsculo rubí en el pulgar. Después de un gozoso apretón lleno de dominio, de palpar bien la presa apetecida, de un solo tirón, como corresponde no a una poderosa fuerza sino a una inerme entrega, llevose el trofeo, un botón a punto de ser capullo, todavía compacto y cerrado, pero que dejaba entrever, en lo más agudo, un verde rosa. —Probablemente no debía intervenir en aquel desenvolvimiento. Aunque en aquel lugar todo vivía bajo el peso de la voluntad extraña, las hojas y los pétalos que se retorcían airados o graciosos se inclinaban, que se doraban aunque no fuera tiempo o reverdecían cuando la ocasión había pasado, siguiendo, es claro, la norma de su propia individualidad, eran una elocuente advertencia. ¿Lo demasiado humilde, como lo demasiado grande, no resistiría las ajenas intromisiones?—
Las yemas de los dedos concentradas en la parte más aguda del trofeo la obligaban a sostener el peso desproporcionado de la mano, pero tenían conciencia de ello, pues sabían guardar bien la tensión de las relaciones. Dos cuchillitas pintadas de rojo encendido se introdujeron debajo de las puntas del cáliz, hasta que estas chocaron contra la superficie sensible que se separa de la uña. Uno tras otro aquellos escasos felpudos guardianes fueron quedando hacia atrás, acompañados, en responso, por el leve ruido que causa la violencia allí donde hay una red de canalillos vitales. —Si se rompe un ritmo natural pero se substituye no se peca. Y menos si con el segundo se consigue una plenitud que sin él, abandonado el ser a sí mismo, no se logra jamás. Quien corta un botón debe seguir adelante.— Toda la suavidad que requiere un ligero batir del aire fue empleada. Las yemas de los dedos, a quienes fue encomendada la función principal, se apoyaron en uno y otro extremo lateral perceptible del primer pétalo y lo comprimieron con el intento de hacerlo resbalar sobre el que le seguía. Así, casi sin alteración, lo fueron desprendiendo de su unión filial hasta que al fin, como el último tirón dado al niño que se aferra al cuello de su madre, cedió. Apenas desprendido, las carnosas pinzas le hicieron mostrar su intimidad sin historia, acaso de un rosa más encendido que la superficie exterior. Y lentamente, con operación repetida, fue formándose al pie del agudo pezón, destinado también a desmoronarse, una escarola que, a pesar de estar formada con tierno material, sostenía una actitud rígida, como si cada uno de los petalillos solo requiriese un leve empujón para pasar de convexo a cóncavo.
Y el empujón sobrevino cuando un violento impulso, al que abrió la puerta un bostezo, pasó por los pulmones y estalló, guiado por la sangre, en una torturante presión de la mano. Los pétalos, oprimidos hacia abajo por la parte media de los dedos, adonde el hueso influye con una presencia apenas velada, dejaron de ambicionar algo para caer, en acompasada lluvia rosada, hasta la arena, precedidos de los rápidos exploradores en que se convirtieron los restos del cáliz.
—Un día pudo también contemplar cómo aquella alma-agua tomaba el aire de un botón mutilado, el de un primitivo pezoncillo, más pequeño por la ausencia de galas, pero también más aguzado, más hiriente y resuelto. Porque una fuerza desconocida había roto aquella perfecta armonía. Le hablaba y encontraba en ella el eco maravilloso de sí misma. Y hubo veces en que se creía un nuevo Narciso que contemplara su alma en el espejo de otra. Tan maravilloso había sido el acorde.—
Los pétalos restantes se aferraron a su sueño de crisálida. Y quizá fue perfectamente adecuado a aquella muestra de una obra impuesta e imperfecta, aquel movimiento que en una espiga del rosal, entre un crujido y una turbia lágrima, clavó el botón que moriría ya sin abrirse. Una rosa enorme, encendida como un lucero, cabeceó y derribó, fresca y blanda, aquella enhiesta indolencia, aquella banderita de escarnio.
Volvió la falda a ondear en blanca despedida; nutrióse la vía láctea con nuevos rojizos planetas y satélites. —…En cuanto a las tiernas espadillas de hierba es seguro que después de su primer adolescente crecimiento llegaron a creerse, por el trabajo con que los insectos se abrían paso, un bosque de suaves lanzas sin corteza, unos árboles hechos de una larga y verde hojuela de punta afilada, temblorosos desde su raíz y no únicamente en los extremos más lejanos. Pero los acuchillaron y, además, les quitaron la esperanza de llegar a ser lo que habían sido. Porque cuando, confiados, empezaron a empujar la pequeña y lineal cicatriz con el roce del aire afinada, un nuevo corte la llevó a la misma anterior altura, dejando sobre los terrones el residuo de aquel tímido intento. Podían, con todo, soñar en crecer, de sorpresa, en una noche de luna.—
—Toda la historia del jardín demostraba que de la embriaguez de los tallos, las hojas, los perfumes, los colores, solo se había conservado el impulso generoso. De él, al nacer, apoderose la voluntad del hombre, empeñada en contrariar a la Naturaleza y formar, con elementos vivos (¿quizá debió haber tomado un capullo?), que empleaban el aire en respirar y el tiempo en reproducirse, una obra de arte casi perfecta—.
Muy poetico
Me encantó la frescura del relato y la composición tan musical de la forma de narrar. Felicidades a est escritora mexicana