Relato
María Ramona Rey
© María Ramona Rey, 1943
publicado originalmente en Rueca, año II, núm. 7 (verano), 20-25
Reproducido en edición facsímil e e-book por Fondo de Cultura Económica,
en Rueca, tomo II. Otoño de 1943/Primavera de 1945
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Estaba nuestra casa en la playa y tan cerca del mar que, cuando este se enfurecía y las olas se estrellaban, hondamente sonoras, contra el pequeño muelle, nos dejaba húmedos recuerdos de algas adheridas a los cristales de las ventanas del segundo piso.
¡Oh, sí! Mucho nos gustaba el sitio. Eran en invierno frecuentes los temporales y los atribuían a un viento llegado del sur, pero lo que yo sé de cierto es que en algunas noches, después de que toda la familia subía al desván con los cubos y tinajas que las gruesas goteras requerían, nos encontrábamos hasta con dieciocho tejas grandes, de esas planas llamadas inglesas, arrancadas de un tirón. Fue en una noche de esas, cuando arrastró tras sí las plumas de un viejo colchón, que supimos los giros de culebra que por allí se permitía el viento conquistador. Y fue también en ese momento cuando mi madre interrumpió, porque desafiaba la ira de Dios, aquel canto que mi hermano entonaba a voz en cuello:
¡Venga viento!
¡Y más viento!
¡Que se agite el mar bravíiioooo
yo de las olas me ríiioooo!…
Yo era todavía pequeña. No había trabado con el mar más conocimiento que unos cuantos tumbos en la arena, algunos tragos de agua amarga y la travesía hecha en el regazo de mi madre a una isla cercana. Sin embargo, ya conocía, desde tierra, aquellas ocasiones en que frente a la casa teníamos algo así como un gran espejo y aquellas otras en que todo oscurecido, la casa temblaba una y otra vez desde sus cimientos.
Quizá esté usted de acuerdo conmigo en la acción artística del tiempo. ¿Se ha fijado usted cómo lima, con los meses, las gruesas aristas de los recuerdos; cómo pule, con mayor delicadeza, las últimas asperezas, ayudado por los años; y, en fin, cómo labra con los lustros, dejando de la impresión primitiva solo lo esencial pero adornándola con nuevas cristalizaciones, toda una obra de arte que es de nuestro exclusivo gozo? Pero no se crea que esto lo sé hace mucho. Ha sido aquí, en la calma de este pueblo marino, que me hace volver a los cuadros de mi infancia, donde he hecho ese descubrimiento. Me ayudó sobre todo a hacerlo un recuerdo de aquellos inconscientes y felices días que permaneció, quizá por ser infeliz, grabado en mi memoria.
Sí; claro que es un acontecimiento fuera de lo vulgar. Y debo citarle aquí lo que decía una persona conocida mía: los relatos que sin perder su asiento en la vida parecen más fantásticos, los sucedidos terribles, espeluznantes, son patrimonio de la gente que vive en las costas, o más aún, en el mar. Pero no crea que ese suceso del que fui testigo infantil es realmente terrible; solo está, como le decía, fuera de lo común.
Pero he de confesarle una cosa: no sé cómo relatárselo. No es que sea difícil sino que me sucede tener en la memoria algo así como una galería de cuadros, todos sobre un mismo tema y con un mismo paisaje. Encuentro allí desde el más realista, bañado con una despiadada luz, hasta aquel lindante ya con el sueño, el último de mi recuerdo o tal vez de mi fantasía.
Yo no tuve la desgracia de nacer en una ciudad. Si dichosos fueron los días de mi infancia quizá se debe a que crecí como deben crecer los niños: en contacto con la naturaleza. Ya sabe usted, porque se lo he dicho, que pienso que si el hombre quiere sentirse y portarse como tal, huyendo de abstracciones y aislamientos deformantes, puede ayudarle el retornar al mundo, a la tierra tal como es, pues solo ella puede enseñarle cuál es su humilde lugar, cuál es el sitio que le corresponde allí donde fue puesto poco después de la Creación.
¡Cómo no! Fíjese usted que teníamos enfrente el mar. Un mar con muchos y sabrosos peces, para ser más exacta, pues aquel era un pueblo donde podían existir tres fábricas de conservas, las cuales provocaban todas las tardes en la playa, después de recoger las redes, una gran algarabía. En ocasiones llegaban aprisionados hasta enormes pulpos, y no eran raras las veces en que admirábamos a algún atún que varado y herido de muerte podía levantar sobre su cola a un hombre corpulento.
Pero si delante teníamos al mar, detrás de la casa corría un hermoso río que era, desde donde yo lo conocía hasta donde terminaba mi conocimiento, como deben ser los ríos: azul, manso, bordeado de árboles y habitado, con excepción de los días de fiesta, por reidoras lavanderas. Este buen vecino fue motivo de pleitos varias veces y no precisamente debido a él, sino al reparto de sus aguas entre las fincas colindantes. Hasta nacieron por este motivo fluvial varias consejas, pues como algunos se levantaban de noche a desviar para sus tierras el agua que a otros tocaba en esas horas aprovechar…
Eso ocurre, es natural, en todas partes. Ya sabe usted que la tierra, por muy buena que sea, sin el agua no vale nada. ¡Y qué tierra más fértil era aquella! En la huerta que tenían mis padres y que estaba entre la casa y el río, y entre las paralelas de los costados que formaban la carretera y el parral de la derecha, había frutales muy pequeños que ya se doblaban con los frutos enormes y cuya contemplación era una gloria. En la hortaliza había para todo el año. Y en los corrales, producto también de la tierra, existía más población de la necesaria. En fin, en este cotidiano ángulo de mi cuadro no tiene usted más que recordar, para distinguir bien las figuras y los colores, lo bien que vivió cuando vivió en el campo.
Una vez entró en la huerta de que le hablo, mientras jugábamos con los hijos de Gaspar (nada menos que seis, bien escalonados entre sí a pesar de la corta distancia) un parduzco y flaquísimo perro, del que después supimos estaba rabioso, al que perseguían con palos y escopetas bastantes hombres. Y aunque es verdad que si no sentimos miedo fue porque nos protegía el alambrado del gallinero, convertido en ese momento en la jaula del domador de leones, cuando ante nosotros pasó el infeliz animal, cansado y cabizbajo, le tuvimos compasión, pues llevaba sitios en que, por obra de las pedradas, a través de la sangre se le adivinaban los huesos. Un rato después que los disparos le hicieron escurrirse entre las zarzas supimos que le habían dado alcance y muerte en el cercano monte, cuando iba a entrar en la casa de don Gaspar, el papá de Jacobo.
Cuando regresamos de llevar a los hijos de don Gaspar, era ya de noche, pues el invierno acortaba la claridad. Era una hermosa noche. Ligero viento agitaba las ramas de los pinos y ellas al separarse cambiaban las extrañas sombras del camino, sobre el que sonaban, con todos sus matices, las pisadas. Decía mi madre que tantas estrellas se veían, porque era invierno. Y tenía, es cierto, razón. Pero no menor razón era la mía al afirmar que sucedían muchas cosas en invierno. En mi larga lista entraron, por último, los perros rabiosos. Y ella replicó con una de sus dulces sonrisas que la luna iluminaba, que solo por casualidad los perros rabiosos son del invierno. ¿Por qué diría ella siempre la verdad más rigurosa si sus labios sabían simbolizar tan bien la ausencia del rigor y la presencia de la compasión?
Aquella misma noche permanecí mucho tiempo en mi ventana. Nuestra casa daba bastante la ilusión de ser un barco pues estaba muy cerca de la orilla, en una pequeña península. La ilusión era completa cuando rompía el silencio alguna lejana sirena. El mar, calmadísimo, reflejaba entonces la luna y la llevaba continuamente hacia la tierra en lomos de las olas, invitándola al arribo. Pero quizá el astro se atenía al ejemplo del río, quien con muy poco ruido prefería también el mar.
Ahora pienso qué hermoso habría sido que aquella casa fuera realmente un barco y su ruta la de la armonía y la paz. Entonces había oído que navegar era muy bello. Jacobo iba a navegar y a disfrutar de esa belleza. Mamá había contado durante la cena lo dicho por la esposa de Gaspar: que al fin habían podido comprar la barca, que Gaspar pescaría por su cuenta y Jacobo le ayudaría. Mi padre deseaba que salieran de penas. Mi madre recordaba lo delgados y amarillos que eran los hijos y lo que tosía la mujer. Pero ellos ¡ya yo lo sabía!, eran muy orgullosos y no querían ni pedían ayuda.
Jacobo sí que era orgulloso. Desde su altura de chico mayor de la aldea jugaba con los pequeños mundos de las canicas como si fuera un dios; aun con su altura, era el mejor para andar en zancos; también con su estatura era el que mejor trepaba por la fruta, y el que mejor nadaba; y, sin su estatura, el que mejor cosechaba cangrejos, mejillones, ostras y pájaros. Bueno, con su estatura o sin ella, quizá solo con veinticuatro meses más que nosotros era el que mejor lo hacía todo. Ahora iba también a remar y a trabajar. Jacobo, con todo, ya no despertaría la admiración ni la envidia de nadie; ya no importaba su estatura; trabajaba, era ya un hombre, es decir, una persona grande, de respeto, alguien fuera de concurso.
Al día siguiente repasé el espectáculo diario que era la salida de los patos. Uno tras otro, balanceándose, presintiendo los rumbos del mar, iban por la playa hacia las olas. Ya regresarían por la tarde, uno tras otro, con los últimos rayos del sol, después de no sé qué correrías, ni por qué lejanos lugares cuyo secreto guardaban con parsimonia. ¡Quién pudiera navegar!
Una vez más desobedecí una orden de mi madre y fui al muelle grande tras ella que había sido llamada por una vecina. Algo había ocurrido, quizá una desgracia, pues era mucha la gente reunida para no ser todavía la hora del mercado. Comprendí al fin que todos miraban hacia el mar y también miré. A lo lejos se veía una barca. Supe, entre murmullos, que los de la desgracia eran los hijos de Gaspar; y Jacobo no sabía gobernar aún y tampoco había una sola embarcación en aquel pequeño puerto, pues todas partieron y estaban en alta mar. Los vecinos, avizorando siempre en busca de una barca salvadora, solo podían prestar la ayuda de sus preces y sus pretensiones de consuelo. Todos se fueron arrodillando a medida que perdían la esperanza en los hombres. Algunas mujeres rodearon a la madre quien, subida en una roca y con las manos crispadas en dirección al mar, era la viva imagen de la desesperación.
Vimos cómo la barquilla cada vez iba más lejos y cómo el mar se encrespaba más también. —¡Mirar que sus hijos corrían hacia la muerte, a esas malditas rocas de la isla Tambo y a su fúnebre resaca!— Yo esperaba que aquellas bravas olas se tornaran mansas como el aceite y la barquilla resbalara hacia nosotros. Pero Gaspar cerró los ojos y se alzó entre la gente un murmullo como de réquiem.
El tiempo, amigo mío, me ha hecho comprender que tras aquellos párpados visiblemente apretados se ocultaba un raudal de lágrimas a punto de desbordarse y la firme resolución de que cayera hacia adentro hasta ahogar. ¿La madre? En la mirada fija de sus ojos secos tenía el reflejo de su mente enloquecida. Su vista se perdía entre aquellas rocas, cómplices de las olas traicioneras, en las que quedaran destrozados sus hijos y su razón.
Muy bonito y poetico, a pesar de su triste final.