En este momento álgido del feminismo que estamos viviendo, me gustaría volver a traer al primer plano dos novelas que me impresionaron en primera lectura, hace ya mucho tiempo, y que, al releer recientemente, han resonado en mí de forma distinta. Uno de los aspectos de los que no me había percatado la primera vez es la centralidad en ambas de un problema que en el momento de su escritura no tenía nombre, y que solo recientemente ha cobrado visibilidad: la violencia de género.
Se trata de El Túnel, de Ernesto Sábato, y de La Plaça del Diamant, de Mercè Rodoreda, dos obras contemporáneas cumbre de sus literaturas respectivas publicadas a una década de distancia (1948 y 1963). Ambas se enmarcan además dentro de la novela psicológica existencialista, en su apogeo a mediados del siglo XX. La crítica ha dado sobradamente cuenta de ello en el caso de El túnel; menos, quizás (o de un modo distinto) en el de La Plaça del Diamant. También une a Sábato y a Rodoreda un posicionamiento ideológico afín.
Se ha escrito muchísimo de ambas novelas y, desde luego, no he leído todo. Pero buscando algunas fuentes representativas de los distintos enfoques llama la atención cuánto pueden llegar a diferir las visiones y cómo han ido cambiando en los sesenta o setenta años que han transcurrido desde su publicación. Partiendo de una perspectiva de género y prestando especial atención al tema de la violencia contra la mujer, ambas obras renuevan su pertinencia en el momento actual.
El túnel
En general, se considera que El túnel habla de la soledad humana, de la angustia vital de un hombre hundido en su propia neurosis, temas esenciales de la corriente existencialista. La novela está narrada en primera persona por el personaje central, Juan Pablo Castel, un pintor retraído que se siente incomprendido y se obsesiona por una mujer, María, que ha sido capaz de entender el sentido que él mismo daba a uno de sus cuadros.
El hilo argumental principal es la narración de lo que en el momento de su publicación se consideraba probablemente un «crimen pasional» y que en la actualidad denominamos feminicidio: desde el inicio, en que el protagonista sitúa al lector contándole por qué está en la cárcel, hasta que comete el crimen, pasando por el modo en que se desarrolla su obsesión por María y cómo esta obsesión le empuja a perpetrarlo. A pesar de su centralidad argumental, esta cuestión suscitó muy poco interés en las críticas y reseñas de las primeras etapas.
Los análisis que se hicieron hasta principios de este siglo, tanto desde la crítica literaria y filosófica como, en ocasiones, desde la psicología, destacan el carácter psicopatológico del personaje, e incluso le prestan diagnósticos precisos (como el de trastorno delirante). Sin embargo, ya en la era Internet proliferan en blogs y páginas web lecturas encendidas, incluso acusadoras, de la novela por haber descrito un feminicidio desde el punto de vista del perpetrador, ignorando a la víctima.
En realidad, esto no es exactamente así. La novela está extraordinariamente bien construida, de forma que nos permite deducir cómo la víctima puede sentirse sin abandonar jamás el punto de vista del narrador, su acosador y homicida. Es un procedimiento narrativo propio de la novela existencialista. En concreto, ya lo ha utilizado Albert Camus en El extranjero, considerada una de las obras de referencia de El túnel. La estricta fidelidad a ese punto de vista le sirve al autor para adentrarse de lleno en la naturaleza del personaje, en sus motivaciones y comportamientos, de forma fenomenológica, es decir, sin juicio o prejuicio, sobre la base de la pura observación de los hechos o del devenir de su pensamiento y sentir. Es esta una posibilidad que ofrece el género novelístico y por la cual Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros, lo situaban por encima de otros géneros, como el ensayo o la disertación, en tanto que instrumento de análisis filosófico.
También Sábato se sitúa en esta línea cuando afirma, en El escritor y sus fantasmas, que «la literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma —quizá la más completa y profunda— de examinar la condición humana» (p. 9 de la edición de Seix Barral de 1991).
La maestría de la escritura de Sábato reside, precisamente, en permitirnos ver la trama de lo narrado desde otros puntos de vista que no son el del narrador, sin salir jamás de su marco de referencia moral y emocional. Esto lo hace a través de lo que podríamos llamar pequeñas ventanas por las que Juan Pablo Castel, en algunas ocasiones, logra percibir el estado emocional de María. Muy revelador de este procedimiento es el capítulo XIX, donde Castel cuenta cómo la interrogó con respecto a su relación con Allende, su marido. A través de las respuestas de ella en el diálogo, o de pequeños comentarios del tipo “Parecía abatida”, o “María me miró con mayor tristeza”, tenemos acceso al punto de vista de la víctima.
Cabe plantearse si para el propio escritor era esencial esta cuestión de la violencia de género —y ello habría pasado inadvertido hasta nuestro siglo— o si eligió un argumento cualquiera —un «crimen pasional»— que le permitiera poner de relieve lo que siempre se ha considerado como tema esencial de la novela: la soledad y la desesperanza humanas. Ya hemos dicho que son cuestiones centrales de la corriente existencialista, por supuesto, pero me pregunto si para Sábato son la única preocupación, o constituyen asimismo un ambiente moral insoslayable desde la perspectiva filosófica que adopta para afrontar tanto la obra literaria como el mundo.
No hace falta buscar mucho para encontrar en la propia biografía del autor motivaciones suficientes para que el problema de la violencia contra la mujer le interese por sí mismo (aunque todavía no se llame «de género» en 1948), y no como simple hilo argumental para contarnos otra cosa. En el epílogo a la edición especial de la novela que publicó Círculo de Lectores en 1990 con motivo del 80 aniversario del autor, Sábato escribe:
Nací en el crepúsculo del día de San Juan, en el año 1911, en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, en pleno territorio pampeano. Allí hice mis estudios primarios, durante una infancia aterrorizada por mi padre y entristecida por pesadillas, alucinaciones y sonambulismo. Mi madre era tierna y estoica, y me protegía de los arrebatos de furia de mi padre, escondiéndome a veces en algún armario, otras debajo de su propia cama (p. 163).
Este hecho biográfico, unido al interés del autor por penetrar la naturaleza humana y a su posicionamiento como escritor existencialista, permite imaginar que haya tenido necesidad de construir un personaje para explorar cómo se produce esa violencia que sufrió en su infancia. Miren lo que decía en un pequeño ensayo titulado El escritor y los viajes:
Para bien y para mal, el escritor verdadero escribe sobre la realidad que ha sufrido y mamado, es decir, sobre la patria; aunque a veces parezca hacerlo sobre historias lejanas en el tiempo y en el espacio. Creo que Baudelaire dijo que la patria es la infancia. Y me parece difícil escribir algo profundo que no esté unido de una manera abierta o enmarañada a la infancia (El escritor y sus fantasmas, op.cit., p. 17).
Como decía Foucault, cada época impone un prisma a través del cual se mira la realidad, y la violencia de género no ha sido visible hasta hace muy poco. Ernesto Sábato podría muy bien ser uno de los pocos escritores varones del siglo XX que supo interesarse por la violencia ejercida contra las mujeres tratando de entender también al que la perpetra.
La Plaça del Diamant
Más evidente ha sido el tema de la violencia contra las mujeres en este gran clásico de la literatura catalana del siglo XX. Y aunque se ha reconocido su vinculación con la literatura existencialista, ha sido más bien como influencia, destacando sobre todo su talante de novela psicológica, y no tanto considerándola una obra existencialista como tal, algo que a mí me parece esencial desde una lectura actual.
Esta novela de Mercè Rodoreda se presta particularmente bien a un análisis desde la perspectiva de género. La crítica feminista ha sabido darle sentido como una obra que refleja la realidad de la gran mayoría de mujeres que vivieron durante la Segunda República y la Guerra Civil. Se suele destacar la dominación que ejerce sobre la protagonista y narradora, Natàlia, el que se convertirá en su marido, Quimet, desde el momento en que se conocen, y cómo esta dominación se apoya en todo un entramado social: Rodoreda evidencia las contradicciones de una época en que quienes luchaban por la libertad y el socialismo se olvidaban con facilidad de la mitad del mundo. También muestra la connivencia de prácticamente toda la sociedad para con la violencia ejercida contra las mujeres.
Estos dos planos —individual y sociopolítico— se hacen evidentes por el mismo procedimiento narrativo utilizado por Sábato en El túnel: la trama individual nos la narra en primera persona su protagonista, y entre líneas de lo narrado aparece la trama social, con un gran peso en la novela. Por eso no estoy de acuerdo con muchas críticas que, centrándose únicamente en la trama individual, en concreto desde una óptica psicoanalítica, consideran la muerte de la madre de Natàlia como eje de la novela y evento que explica su sumisión. La sociedad de la época no tolera la libertad de una mujer. En su adolescencia, la protagonista es una extraña en su propia casa, con un padre que, habiendo contraído segundas nupcias, la ignora casi por completo, salvo para imponerle los dictados de la moral patriarcal dominante. Pero la situación no habría cambiado si la madre viviera. De hecho, tanto la mujer que ocupa simbólicamente el lugar de la madre en la vida de Natàlia —el personaje de la Señora Enriqueta— como las otras figuras maternales presentes (por ejemplo, la suegra) son modelos a su vez de sumisión y la refuerzan. Nada en la vida de Natàlia, ni en su propio marco moral y sentimental, le permite pensar que pueda negarse a Quimet, decidir no casarse siquiera.
Mucho se ha hablado del simbolismo que atraviesa esta obra de Rodoreda, de las palomas, de la balanza grabada en la escalera que Natàlia toca al pasar, de que Quimet niegue hasta el nombre de pila de Natàlia, llamándola siempre Colometa, o de que la trama termine en el mismo lugar en el que comenzó. Sin embargo, cuando se lee prestando atención a la cuestión de la violencia de género, hay una secuencia que resulta más simbólica que ninguna otra, en la que Natàlia relata cómo Quimet la encerró y la violó durante días en una interminable «semana de bodas» y confiesa su pudor ante la idea de contárselo a la Señora Enriqueta, que le pregunta a menudo, con morbosa curiosidad.
He aquí un fragmento de dicha secuencia:
Pero lo que sí le conté a la señora Enriqueta fue el caso de la reina Bustamante, y dijo que sí, que era horroroso, pero que todavía era más horroroso lo que le hacía a ella su marido, […] que la ataba a la cama como crucificada porque ella siempre quería escaparse. Y cuando se ponía un poco terca queriendo saber de [mi] noche de bodas, procuraba distraerla y una buena distracción fue [contarle lo de] la mecedora. Y la historia de la llave perdida (p. 54 de la traducción al castellano de Enrique Sordo, Pocket Edhasa, 2009).
En estas breves líneas se concentra toda la maestría del estilo de Rodoreda, su capacidad para proporcionarnos gran cantidad de información sin salirse un ápice del punto de vista, el nivel de lenguaje y las perspectivas propias de su personaje. Las alusiones a «la reina Bustamante» y a las anécdotas de la mecedora y de la llave perdida que utiliza Natàlia para distraer a la Señora Enriqueta y proteger su pudor se cargan aún de mayor simbolismo desconectadas, como están aquí, de las escenas a las que hacen referencia dentro de la novela.
Es curioso que, ni siquiera en análisis recientes que abordan la obra desde el concepto del yo-piel del psicoanalista Didier Anzieu, se haga alusión al brutal «contacto» entre los protagonistas de la novela descrito con tanto detalle en esta secuencia. Al contrario, el estudio citado se centra en el hecho de que Natàlia toca «cosas», como la balanza grabada en la escalera, o una flor de ganchillo, porque «el tacto restaña los límites yoicos» y «restaura el precario equilibrio psíquico» de Natàlia, sin entrar en el porqué de esa precariedad psíquica del personaje. Como digo, la cuestión de la violación matrimonial sistemática ni siquiera es mencionada.
En realidad, no es tan extraño que desde una crítica psicoanalítica se ignoren estos aspectos. De hecho, ocultar los abusos sexuales cometidos contra niñas, niños y mujeres culpando a las propias víctimas de inventarlos fue uno de los mayores «logros» de la práctica psicoanalítica desde que Freud renunciara, a principios del siglo XX, a su teoría inicial de la seducción, al cerciorarse de que postular que la histeria femenina podía derivarse de tales abusos le condenaba al ostracismo granjeándole el rechazo de la cúpula científica de la época. La historia de esta renuncia no salió a la luz hasta 1984, año en que el psicoanalista estadounidense y director de los archivos freudianos Jeffrey M. Masson revelara en su libro El asalto a la verdad una correspondencia entre Freud y su amigo Wilhelm Fliess que se había mantenido oculta hasta entonces. Por supuesto, la polémica que estalló fue monumental y la comunidad psicoanalítica mundial siguió negando la evidencia. Cerremos el inciso constatando que, si en el ámbito de la psicología el psicoanálisis ya solo es historia en la mayoría de los contextos, en la crítica literaria parece seguir campando a sus anchas.
Volviendo a la novela de Rodoreda, en esa secuencia de la violación matrimonial, que ocupa casi todo el capítulo VIII, está concentrada toda la problemática de género de La Plaça del Diamant y, más concretamente, el papel de la violencia sistémica como instrumento de opresión de las mujeres, a través de actos masculinos individuales, de la cultura, de la familia, de la ausencia de referentes femeninos liberadores, de la autosumisión… en una época en que, irónicamente, se está luchando por la igualdad y la libertad en otros planos. ¿Qué hace que Natàlia permanezca al margen de ese movimiento revolucionario y liberador?
Natàlia carece de la más elemental conciencia política o de clase, no entiende por qué Quimet y sus amigos participan en activismos que les llevan, finalmente, a luchar en el frente perdedor cuando estalla la guerra. Se sitúa ante los hechos en el plano político con la misma sumisión que ante su marido o su padre. Pero ese no fue el caso de todas las mujeres durante la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura. Muchas sí se politizaron, en concreto a partir de las experiencias de sus esposos, hermanos e hijos, e incluso por la propia represión que ejerció directamente sobre ellas el régimen (ver, por ejemplo, este artículo de Mercedes Yusta). Cabría considerar que la violencia física y psicológica a la que está sometida Natàlia en su propio hogar, unida a la negación de su persona vivida desde la infancia, sean determinantes para su devenir como sujeto político. Esta es la dimensión que echo en falta en las críticas de corte psicologista.
Cierto es que Natàlia se rebelará, pero no tanto por concienciación ideológica o por una acción meditada, sino mediante un acto impulsivo, fruto del paroxismo emocional, que la lleva a cargarse el palomar de Quimet, con el que la tiene sitiada en su propia casa. Más tarde, una vez desaparecido Quimet, y al borde del suicidio, Natàlia comienza a decidir sobre su propio destino, emparejándose con un hombre que respeta sus deseos, asume junto a ella la responsabilidad de sus hijos y, dicho sea de paso, no puede penetrarla por una herida de guerra.
La elección por parte de Rodoreda de un desenlace en el plano de lo personal —existencial— dejando de lado la cuestión política y de clase, hace quizás pensar que la perspectiva psicológica —o la de género— haya tomado precedencia, en las intenciones de la autora, sobre la sociopolítica. Justificable desde la lógica del personaje: ¿cómo puede situarse una persona ante el mundo si no accede primero a su condición de persona, es decir, a su libertad y a la responsabilidad que conlleva?
Y ahí aparece esa otra perspectiva que es para mí imprescindible para entender toda la significación de La Plaça del Diamant. Como dije al comienzo, Rodoreda utiliza los procedimientos narrativos propios de la novela existencialista y, más concretamente, al igual que Sábato en El túnel, o Camus en El extranjero, la narración en primera persona de la protagonista, a cuyo punto de vista se ciñe estrictamente. La dimensión existencial del personaje me parece, en realidad, tan insoslayable en La Plaça del Diamant como en El Túnel. Natàlia está tan sola, angustiada y perdida frente a su destino como lo están Juan Pablo Castel o Meursault, por mucha distancia social, geográfica, cultural y moral que los separe. Por otro lado, a través de sus ojos, de su sentir y de su razonar sobre la realidad que la rodea se nos revela dicha realidad en toda su profundidad. Y ahí está la novedad, la originalidad de Rodoreda: haber escogido como sujeto existencial a una mujer, además, una mujer pobre. Una mujer de la clase obrera, a la que Rodoreda dota de dignidad al elegirla como personaje idóneo para dar cuenta, no solo de la condición de las mujeres, sino de la condición de la inmensa mayoría, en definitiva, de todo un pueblo, en una de las horas más amargas de nuestra historia reciente.
Si esto no se ha visto, o no se ha puesto en primer plano, no será tampoco por casualidad. De hecho, es sorprendente que en cierta crítica se califique al personaje de Natàlia de «inarticulado», o en otra se confunda su falta de instrucción formal con la estupidez, y ello a pesar de las declaraciones de Rodoreda en el prólogo a la edición en catalán de 1982:
Colometa hace lo que debe hacer dentro de su situación en la vida, y hacer lo que hay que hacer y nada más demuestra un talento natural en todos los aspectos. Considero más inteligente a Colometa que a Madame Bovary o que a Ana Karenina, y a nadie se le ha ocurrido que estas fueran tontorronas.
Estas declaraciones, traducidas por la propia autora de la crítica, son ignoradas, y el modo de narrar de Natàlia, malinterpretado como ausencia de capacidad intelectual, cuando en realidad corresponde, una vez más, a la escritura fenomenológica propia de la literatura existencialista.
Solo a partir de 1949, con la publicación de El segundo sexo, se otorga a la mujer la cualidad de sujeto y objeto de estudio filosófico. Simone de Beauvoir ya había iniciado su procedimiento de análisis a través de la narrativa de ficción con tres novelas previas (sobre todo con La invitada). Además, entre 1958 y 1963 publica tres volúmenes autobiográficos que no deberían tomarse en ningún caso como simples «memorias»: su objeto declarado no es la crónica, ni dejar egolátrica constancia de su paso por el mundo, sino el análisis de la condición humana desde los postulados fenomenológicos del existencialismo: partir de lo concreto, asumir la propia subjetividad, ceñirse a los hechos. Dado el éxito de la autora y su proyección internacional, sería muy difícil creer que no tuvo influencia en la escritura de Rodoreda, quien, además, se mueve en dos espacios geográficos muy próximos a la cultura francesa: Cataluña y Ginebra, donde vivió exiliada veinte años y escribió gran parte de su obra, incluida La Plaça del Diamant.
Así, desde esta perspectiva existencialista, La Plaça del Diamant no parece —o no es solo— una novela sobre la vida de una mujer «inarticulada» durante la República, la guerra y la posguerra en Barcelona. Al igual que El túnel no es solo una novela sobre la vida de un sociópata en Buenos Aires, o El extranjero, sobre la vida de una persona con el trastorno de Asperger en Argel. Dichas obras abordan la condición humana desde determinadas perspectivas, desde las cuales se revelan aspectos que, de otro modo, quedarían ocultos. En el caso de La Plaça del Diamant se toma como referente del género humano a una mujer oprimida, dotada de una inteligencia y de una visión propias de la cultura de la inmensa mayoría.
Dos grandes novelas con plena vigencia
Cabe preguntarse si tiene sentido aplicar al análisis de una obra literaria un concepto, como el de violencia de género, que no existía cuando se escribió. En esta ocasión, ello nos ha permitido arrojar nueva luz sobre las obras de Sábato y Rodoreda, una luz que además les renueva su pertinencia para las lectoras y lectores de hoy, reafirmando así su estatus de clásicos.
En definitiva, son dos grandes novelas, de factura impecable y de una fuerza narrativa que no deja en ningún caso indiferente. Que todo este análisis sirva para reforzar el disfrute que procuran por su belleza literaria, y lo mucho que nos mueven, por su profundidad humana.
#ErnestoSabato #MerceRodoreda #NovelaExistencialista #LiteraturaDeMujeres #ViolenciaDeGénero #ClásicosDelSigloXX #LiteraturaComparada
Algunas fuentes consultadas
Óscar Barrero Pérez: «Incomunicación y soledad: evolución de un tema existencialista en la obra de Ernesto Sábato», Cauce, núm. 14-15 (1992).
Anna-Karin Berg: La angustia de Ernesto Sábato. Un estudio contrastivo de los temas existencialistas y psicopatológicos en las novelas de Ernesto Sábato. Universidad de Lund (2011).
Josefa Buendía Gómez: De mujeres, palomas y guerras: gritos y silencios en La Plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda. Tesis doctoral (2006).
Hector Ciarlo: «El universo de Sábato», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 391-393 (enero-marzo 1983), pp.70-100.
Guiomar C. Fages: «Soledad y maternidad en La Plaza del Diamante», Espéculo, Revista de Estudios Literarios (2008).
Katalin Kulin: «La Plaza del Diamante», Boletín AEPE 18 (1978).
Adriana Minardi: «Variaciones de lo femenino: La Plaza del Diamante y las representaciones sociales de la mujer», Ogigia 7 (2010), 73-80.
Elena Vega-Sampayo: «Tacto y psicogénesis de personaje en tres novelas de Mercè Rodoreda». Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica 12-24 (2021).
Créditos
Fotografía de portada de Carlos Gayo, http://losdiasdelalluvia.blogspot.com/.