(Extracto de El misterio último)
Jeremy Narby
Extracto del capítulo 7 de El misterio último
Título original de la obra: Intelligence in Nature
© del texto original en inglés:
Jeremy Narby, 2006
© De la edición en castellano:
Errata Naturae editores, 2023
© de la traducción al castellano:
Silvia Moreno Parrado, 2023
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2024
bajo licencia CC-BY-NC-SA
© de la imagen (portada de la edición en castellano):
Michelle Machara, 2023
Diseño web:
Eduardo Gayo López
[…]
Llegué a Edimburgo una fría noche de enero, en mitad de una tormenta que me obligó a pelearme contra el viento y la lluvia por la calle. Nunca antes había estado en Escocia. Me pareció desalentador y me pregunté si había ido al lugar adecuado para indagar sobre la inteligencia en la naturaleza. Me alojaba en un hotel de las afueras.
A la mañana siguiente había dejado de llover. Llegué a la universidad mucho antes de la hora acordada. Estuve deambulando por los pasillos del Instituto de Biología Celular y Molecular, un edificio diseñado en la década de 1960, poco destacable y que parecía haber entrado ya en decadencia. Los pasillos de los departamentos de ciencia tienden a ser muy parecidos de un país a otro, con sus paredes de color parduzco llenas de carteles sobre congresos o investigaciones.
Anthony Trewavas me esperaba en su despacho del cuarto piso. Era un hombre alto, de calvicie incipiente, con unos ojos penetrantes de color azul claro y las cejas grises. Me invitó a pasar y me señaló una silla. Tenía el despacho abarrotado de pilas de revistas tales como Science y Nature. Eché un vistazo a la carpeta que coronaba el montón de documentos que tenía más cerca y vi que llevaba el nombre de «Inteligencia».
Cuando encendí la grabadora, Trewavas ya había empezado a hablar sobre la importancia de la inteligencia de las plantas. Decía que los científicos han creído durante mucho tiempo que las plantas eran criaturas pasivas, ya que carecen de movimiento evidente.
–En mi opinión, esa suposición es errónea, porque implica una identificación entre movimiento e inteligencia. El movimiento es una expresión de la inteligencia, no la inteligencia en sí. Lo que pasa es que las definiciones de inteligencia son complicadas…
Hablaba con fluidez y no necesitaba que le hiciera preguntas para seguir avanzando en su argumentación. Dijo que le parecía importante apartar los aspectos humanos que trae aparejados el concepto de inteligencia. Para él, nuestra inteligencia no apareció de repente cuando nos convertimos en Homo sapiens, sino que evolucionó a partir de otros organismos. De ahí la importancia de definir la inteligencia de un modo que no se aplique exclusivamente a los humanos. Trewavas mencionó la definición propuesta en 1974 por David Stenhouse, filósofo y psicólogo neozelandés, que describió la inteligencia como un «comportamiento adaptativo variable a lo largo de la vida del individuo».1 Esto puede aplicarse a muchos organismos distintos e implica un comportamiento no instintivo que maximiza la idoneidad del individuo.
La mesa de Trewavas estaba colocada delante de una ventana en voladizo con vistas a todo Edimburgo. Él se había sentado mirando hacia mí y dándole la espalda a su mesa. Mientras hablaba, no apartaba de mí la mirada, que me pareció un tanto penetrante, si bien su tono era generoso. Dijo que había dedicado años a analizar el comportamiento de las plantas a la luz de la definición de Stenhouse. Aunque la mayoría de las plantas no se mueve a una velocidad perceptible a simple vista, sí que responden, como individuos, a señales de su entorno y evolucionan de formas que varían con fines adaptativos. Incluso las plantas que crecen en macetas, dentro de las casas, vuelven las hojas hacia la luz para captarla al máximo, mandan las raíces para abajo, en busca de la tierra, y los brotes para arriba, en busca del aire. Y las plantas silvestres consiguen competir con otras plantas por los recursos. La investigación actual revela que los brotes, al crecer, pueden percibir si tienen plantas al lado. Son capaces de detectar cambios en la luz infrarroja, lo que indica follaje cercano, de predecir las consecuencias de esa presencia y de llevar a cabo maniobras de evasión. Las plantas pueden modificar la forma y dirección de sus tallos para mantener una posición óptima con respecto a la luz del sol. Pueden ajustar su crecimiento y desarrollo para maximizar su adaptación a un entorno variable. Según Trewavas, esto significa que son inteligentes, si nos atenemos a la definición de Stenhouse.
Para ilustrar su argumento, Trewavas describió el comportamiento de la Verschaffeltia splendida, una palmera tropical cuyo tronco se alza sobre unas raíces fúlcreas, y avanza hacia la luz del sol creando nuevas raíces por la parte soleada y dejando que mueran las que están en la sombra. Tras varios meses haciendo esto, la Verschaffeltia splendida cambia realmente de lugar. Va «paseando» de este modo y así consigue esquivar a ejemplares vecinos competidores y buscar luz, a una velocidad imperceptible para los humanos. Trewavas cree que este es un ejemplo claro de «comportamiento intencionado».
La hiedra rastrera es otro vegetal cuyas capacidades de búsqueda de alimento es posible medir. Esta planta perenne va reptando por el suelo como si fuera una vid y, cuando llega a un espacio de tamaño y contenido nutricional adecuados, echa raíces y genera hojas para atrapar la luz. Hace poco, se hizo un experimento científico con hiedra rastrera en un entorno controlado en el que los nutrientes estaban distribuidos de forma irregular. La planta demostró que percibía los recursos: empezaba a echar raíces mucho antes en los lugares donde había nutrientes y evitaba los más pobres. A Trewavas le parece «difícil evitar la conclusión de que hay intención y una elección inteligente» en el caso de la hiedra rastrera.2
Estos ejemplos no pueden descartarse en tanto que supuestas respuestas preprogramadas, dijo. Al contrario, demuestran la existencia de plasticidad. Me explicó que una planta específica tiene una enorme capacidad para cambiar su morfología, la estructura de su ramaje, para adaptarse al entorno en el que se encuentra. La transformación ocurre muy lentamente desde el punto de vista del ser humano, a lo largo de un periodo de meses, en lugar de milisegundos.
«Pero el modo en el que la lleva a cabo y el éxito con el que se produce indican sin duda que las decisiones que se toman implican una gran cantidad de cálculo; de lo contrario, las plantas no dominarían el planeta como lo hacen».
[…]
El ejemplo favorito de Trewavas de la inteligencia y la plasticidad vegetales es una planta parásita llamada cuscuta. Esta planta se desplaza por el espacio enroscándose en otras plantas y calculando correctamente su calidad nutricional. En el plazo de una hora, la cuscuta decide si se aprovecha de su huésped o si sigue avanzando. Si se queda, deja pasar unos cuantos días antes de empezar a beneficiarse de los nutrientes de su huésped. Pero la cuscuta anticipa lo fructífero que será este echando más o menos zarcillos. Echar más zarcillos permite un mayor aprovechamiento, pero, si el huésped tiene pocos nutrientes, se derrocha una energía muy valiosa, pues la cuscuta no tiene hojas y depende de sus huéspedes para obtener agua y comida. Por lo tanto, si no acierta en sus decisiones, lo que le espera es la muerte. La botanista Colleen Kelly, en las investigaciones que llevó a cabo a principios de la década de 1990, descubrió que la cuscuta evalúa sin equivocarse cuándo comer y cuándo pasar de largo, y que sus estrategias para conseguir alimento tienen la misma eficacia que las de los animales en la misma situación. Y toma la decisión adecuada entre alternativas cercanas sin contar con la ventaja del cerebro.3
Trewavas describía a las plantas como seres dotados de intención. Pero yo tenía en mente la afirmación de Jacques Monod de que atribuir objetivos o fines a la naturaleza contradice el método fundamental de la ciencia. Según Monod, para estudiar científicamente la naturaleza hay que descartar la posibilidad de que exista intención. Le recordé este postulado a Trewavas y le pregunté si no le parecía que había ido demasiado lejos.
–Bueno, no sé yo cuánta gente se cree de verdad esa afirmación de Jacques Monod –respondió, con una risita–. En mi opinión, era como desvitalizar la vida. Parecía indicar que la vida solo se regía por la casualidad. Pero lo cierto es que los animales tienen previsión, igual que nosotros. Y, desde mi punto de vista, la plasticidad debe ser previsión, porque es la capacidad de ajustarte a las circunstancias ambientales concretas que te encuentres. Si no tuvieras esa capacidad, no podrías adaptarte bien. Tener plasticidad es, en un sentido, la previsión de las posibles condiciones en las que la planta se encontrará realmente.
–Y entonces, ¿cómo toman decisiones las plantas? –pregunté.
Trewavas respondió que había dedicado muchos años a reflexionar sobre ello. En 1990, él y sus colegas hicieron un descubrimiento. Estaban estudiando el modo en que las plantas perciben señales y transmiten información internamente. Mediante manipulación genética, los científicos insertaron en varias plantas de tabaco una proteína que las hacía brillar cuando aumentaban los niveles de calcio dentro de sus células. Sospechaban que los cambios en la concentración de calcio celular eran la forma principal que tenían las plantas de percibir los acontecimientos externos. Para su asombro, se dieron cuenta de que las plantas de tabaco respondían inmediatamente al tacto. Aunque, que se sepa, el tabaco no es sensible al tacto, un golpecito suave hacía que las plantas modificadas brillaran con la luz producida por el aumento de calcio en el interior de sus células. Trewavas se quedó atónito ante la velocidad de la respuesta:
–Era rapidísima. Aunque te he dicho antes que las plantas tardan semanas y meses en responder, en este caso estaban respondiendo en cuestión de milisegundos a una señal que sabíamos que después tendría un efecto morfológico. Si no dejas de tocar una planta, esta ralentiza su crecimiento y se engrosa.
Trewavas sabía que las neuronas humanas también aumentan el calcio interno cuando se transmiten información. Una vez que vio la velocidad de la reacción de las plantas al tacto, empezó a pensar en la inteligencia. Puede que las plantas no tengan neuronas, pero sus células usan un sistema de señalización similar, se dijo, por lo que quizá tengan la capacidad de calcular y tomar decisiones.4
Mientras lo escuchaba, me di cuenta de que Trewavas tenía experiencia de primera mano de los cambios que han sacudido la biología contemporánea en las últimas décadas. Se había abierto a la idea de la inteligencia en la naturaleza. Aquello era un paso valiente para un científico occidental. Yo sabía de pueblos indígenas de la Amazonia a los que les parece natural que las plantas tengan inteligencia. Pero, en las civilizaciones occidentales, quienes atribuyen inteligencia a las plantas han estado ridiculizados durante mucho tiempo. Hasta ahora, los científicos y, en concreto, los botanistas, habían evitado usar el término «inteligencia de las plantas». Quería averiguar más sobre cómo había cambiado su forma de pensar y le pedí que me lo explicara con calma.
Haciendo un gesto hacia los papeles que tenía amontonados por el despacho, me dijo que a lo largo de las décadas se había documentado sobre varios temas distintos. Describió con cierto detalle su método de trabajo.
–Mi familia se quejaba de que me sentara en una silla a pensar con la mirada perdida. A mi aquello me parecía muy necesario. Las ideas no te vienen solo por leer. Tienes que apartarte, tumbarte, sentarte, deambular y dejar que te surjan. Y lo que disfruto, sobre todo, son los problemas que intento resolver mentalmente. ¿Hay algo que pueda poner en conexión? Y me doy cuenta de que la única manera de que la información empiece a llegarte a la cabeza es pasar largos periodos de tiempo sin hacer nada más que pensar. Y te llega en una combinación interesante, que te permite ver las posibilidades de lo que las plantas pueden hacer de verdad.
Dijo que el concepto de inteligencia de las plantas le había llegado de esta forma. La inteligencia en general era un tema que le interesaba desde hacía años, así que, cuando vio la conexión entre las plantas y el calcio, esta le llevó, inevitablemente, a pensar sobre la inteligencia.5
La intuición de Trewavas sobre el papel del calcio en el aprendizaje, tanto entre animales como entre plantas, quedó confirmada por la investigación posterior. Los científicos han descubierto hace poco que, cuando un animal aprende a evitar una amenaza, dentro de sus neuronas se liberan átomos cargados de calcio y moléculas específicas entre las que se incluyen enzimas. […]
Con las plantas ocurre un proceso similar. Cuando una planta se ve amenazada, ante la falta de agua, por ejemplo, dentro de sus células se liberan exactamente los mismos átomos. Y ocasionan las mismas reacciones: primero, modifican los mismos canales de entrada y salida, y luego estimulan la producción de proteínas si la amenaza continúa. Al final, la planta termina modificando sus células y el comportamiento de estas, de manera que las hojas se hacen más pequeñas, los brotes dejan de crecer y las raíces se extienden. Estas respuestas minimizan el esfuerzo adicional y el daño que puedan sufrir las plantas. También tienen en cuenta factores externos tales como nutrientes y temperatura, además de la edad y el historial previo de la planta.
Hoy en día, la ciencia indica que las plantas, igual que los animales y los humanos, pueden aprender sobre el mundo que las rodea y utilizar mecanismos celulares parecidos a aquellos de los que dependemos nosotros. Las plantas aprenden, recuerdan y deciden, sin tener cerebro.
Llevábamos una hora y media hablando. Trewavas me propuso que nos tomáramos un café en la cafetería que había en la azotea del edificio. Fuimos serpenteando por un laberinto de pasillos y escaleras y entre grupos de alumnos que entraban y salían de clase. La cafetería era tranquila y luminosa. Ofrecía unas vistas espectaculares de Edimburgo y las laderas de alrededor en aquel fresco día invernal. Trewavas estaba siendo muy generoso con su tiempo y conocimiento y, sin duda, era una de las personas más fáciles de entrevistar que hubiera conocido nunca. Durante nuestra conversación, hubo momentos en los que me resultó difícil tomar la palabra.
Me pareció que ese café compartido era una buena ocasión para ir más a lo personal. Decidí preguntarle si, a la luz de su investigación científica, había cambiado su actitud hacia otras especies. Al fin y al cabo, su trabajo demostraba que tenemos más en común con las plantas de lo que casi todo el mundo supone. Respondió que su actitud no había cambiado mucho, porque siempre había respetado a las otras especies, y que siempre había disfrutado de la compañía de plantas y animales. Esto lo llevó a hablar de la crueldad hacia los animales, un tema sobre el que había un gran debate en Gran Bretaña. Tras pensarlo, se dio cuenta de que su actitud sí que había cambiado en un aspecto: había dejado de pescar. Había llegado a sentir compasión por los peces, porque era capaz de ver el terror del pez que cuelga del sedal. Hoy piensa que la pesca es relativamente cruel. Desde su punto de vista, es evidente que los animales sienten el dolor. […]
Volvimos a su despacho para terminar la entrevista. Le pregunté por futuras investigaciones sobre la inteligencia de las plantas, y me dijo que lo que quedaba por hacer era descubrir cómo hace la planta para valorar sus circunstancias, tomar una decisión y cambiar lo que está haciendo como respuesta al entorno que percibe.
–Para eso hace falta mucha comunicación entre las distintas partes de la planta. Se ha convertido en un ámbito de estudio extremadamente complejo, muy muy complicado. Y me doy cuenta de que en el pasado hemos infravalorado muchísimo este ámbito. Tendremos que seguir investigando sobre el tema y tratar de apreciar que lo que estamos observando, en realidad, es un organismo que sí que muestra un comportamiento inteligente, y no de las formas en que se suele percibir la inteligencia.
Aún no me quedaba claro cómo y dónde se produce el cálculo en una planta. Según una opinión que Trewavas había puesto por escrito, «es probable que la comunicación de la planta sea tan compleja como la que se produce dentro de un cerebro». Le dije que, cuando leí esa frase, me imaginé la planta como una especie de cerebro.
-Sí, es interesante respondió.
Luego empezó a comparar las señales químicas que utilizan las neuronas con las que utilizan las células de las plantas. Algunas son las mismas, pero otras son distintas. Las señales cerebrales tienden a ser pequeñas moléculas, mientras que las de las plantas tienden a ser grandes y complejas, como, por ejemplo, proteínas y transcripciones de ARN. Hacía pocos años que esto estaba claro, me dijo. Antes, «nadie habría creído de verdad que hubiera proteínas dispersándose por una planta y aportando información». Y unas moléculas grandes pueden manejar grandes cantidades de información, lo que significa que en la comunicación de las plantas cabe una complejidad enorme.
–Pero haces bien en preguntar por el cálculo: ¿dónde se produce realmente? Yo no lo sé. Y la respuesta es, casi seguro, que está en todo el organismo.
Las plantas no tienen cerebro, aunque funcionan como un cerebro.
Aquel mismo día, más tarde, estuve paseando por las calles de Edimburgo. El cielo se había despejado y el sol invernal estaba ya cerca del horizonte. La ciudad y las colinas volcánicas que la miraban desde arriba estaban bañadas por una luz pálida. Repasé la conversación que había mantenido por la mañana con Anthony Trewavas. Los humanos tenemos unas escalas de tiempo distintas de las de las plantas. Por lo tanto, no vemos moverse a las plantas y damos por hecho que son tontas. Pero es una suposición errónea, originada por nuestra naturaleza animal. Nosotros no las vemos moverse, porque funcionamos con segundos, en lugar de semanas y meses.
Me paré sobre la acera de la calle adoquinada que sube hacia el castillo de Edimburgo y me quedé inmóvil. Respiré y observé a la gente que pasaba a mi lado. Traté de cambiar a la escala de tiempo de una planta, pero seguía teniendo el pensamiento acelerado, a la velocidad animal. Me imaginé a Trewavas sentado en un sillón, sin moverse, pensando en las plantas. Estaba comportándose como una planta para entender a las plantas, y atribuyéndoles inteligencia. Igual que un chamán, se identificaba con la naturaleza en nombre del conocimiento. Le brillaban los ojos.
Notas
- El texto original contiene numerosas notas en las que el autor documenta y amplía con referencias científicas las ideas que va desarrollando. Dada su extensión, nos limitamos aquí a señalar el número de la nota original e invitamos a lectoras y lectores a consultar la obra completa. En este caso, se trata de la nota 70. ↩︎
- Ver nota 71 del original. ↩︎
- Ver nota 73 del original. ↩︎
- Ver nota 74 del original. ↩︎
- Ver nota 75 del original. ↩︎