Elena Soriano
© Herederos de Elena Soriano Jara,
Relato extraído de Antología biográfica de escritoras españolas,
editado por Isabel Calvo de Aguilar
(Biblioteca Nueva: Madrid, 1954)
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2022
bajo licencia CC-BY-NC-SA
© de la imagen: Lola Illamel
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Eduardo Gayo López
La abuela está loca. Todos la miran con lástima y con burla cuando se pone a recorrer la casa de alto a bajo, escudriñando los rincones como si buscase algo perdido, o se queda largas horas sentada en los sitios más oscuros, gesticulando sin cesar con su arrugado rostro renegrido, murmurando, con su boca desdentada, palabras que nadie logra entender.
La abuela está loca. La nuera se lo dice a voces, perdida la paciencia, cuando, al menor descuido, la vieja echa ceniza en el puchero o tira una silla al pozo o se pone a perseguir las gallinas con un palo hasta desgraciar alguna.
La abuela está loca. Los niños se lo repiten a coro, entre carcajadas, cuando, después de cantar y de jugar al corro con ellos, se harta de pronto y se pone a darles pescozones y patadas, repudiándolos:
—¡Malditos, malditos!
La abuela está loca. Todo el pueblo lo sabe. Y como no se la puede dejar sola y los niños son todavía pequeños, cuando el hijo y la nuera tienen que irse a las faenas del campo, los dejan a todos en la calle, a la misma puerta de la casa, encomendados a las vecinas. Pero las vecinas, atareadas con sus quehaceres y sus chismorreos, no pueden ocuparse de ellos mucho tiempo. Y para descargarse, dicen a los niños:
—Tened cuidado de la abuela.
Y a ella, para que no se amohíne, también le dicen:
—Tenga mucho cuidado con los niños, ¿eh?
La abuela dice que sí y se sienta, muy conforme, en un posón de esparto, con unas tijerillas y un montón de trapos en el regazo. Y se pone a recortar los trapos con mucha aplicación, torciendo un poco la sumida boca cuando tiene que hacer fuerza con la tijera sobre alguna tela dura. Sin alzar la cabeza ni un momento, mascullando a ratos su palabrería confusa, corta y recorta sus retales en trocitos, cada vez más pequeños, hasta reunir en el halda un montón de confeti multicolor, que contempla y palpa con embeleso. Absorta en su faena, se olvida por completo de los niños, que se entregan libremente a hacer diabluras: trepan por las rejas de los vecinos desgarrándose los pantalones; atrapan lagartijas y les machacan el rabo para verlo saltar solo; se pelean rabiosamente; se revuelcan en el charco del abrevadero; se arrojan botes llenos de tierra, afirmando que son bombas; se cuelgan en la trasera de los carros que pasan con mies… Hasta que, cansados de sí mismos, se acuerdan de la abuela: corren hacia ella en tropel y, sin darle tiempo a resguardarlo, le arrebatan su tesoro y lo tiran a puñados hacia lo alto, sobre ella misma, salpicando de colorines su canosa cabeza y su vieja toquilla verdinegra. Entonces la abuela chilla furiosa, como una rata en el cepo:
—¡Malditos, malditos! ¡Iros, iros de aquí, malditos!
Pero los niños no hacen caso y la empujan de un lado para otro, como a un tentempié, y luego tiran de ella entre todos y la levantan del serijo a viva fuerza y, colgándose de sus brazos y su falda, la hacen girar en molinete —las canillas asomando tristemente, flacas y desnudas, atadas por las cintas de las alpargatas negras—, hasta que, mareada, se deja caer al suelo, como un rebujo flácido y oscuro, del que salen sollozos y carcajadas indistintos.
—¡Abuela loca, abuela loca! — gritan los niños, echándose de bruces sobre ella, crueles y cariñosos, sin dejar de reír…
Y de repente: ¡Tararí, tararí!… ¡Plan, plan, rataplán! ¡Chum, tachúm, tachúm! ¡Tararí!
—¡Los títeres, los títeres!
Los niños abandonan su presa y echan a correr calle abajo, desalados. Y las vecinas salen de sus casas precipitadamente, con los ojos brillantes, despejados del opaco tedio pueblerino, y también se van corriendo hacia la diversión insólita que anuncian con desarmónico alborozo el clarinete, el bombo y el platillo…
La abuela se ha quedado sola, sentada en medio de la calle, donde la sombra vespertina ensancha su caudal. Entonces se incorpora ágilmente y se queda quieta más de un minuto en el mismo sitio, mirando a todas partes con asombro, contrastando el bullicio que se aleja hacia el centro del poblado con el silencio que viene del campo, dilatándose elásticamente en torno suyo, permitiéndola respirar con amplitud. Luego, de pronto, se cruza la toquilla sobre el liso pecho, se aparta de la frente una greña de sucia plata donde aún se enredan hilachas de colores, hace un visaje de pueril alegría, y echa a andar… Echa a andar con suma ligereza, con decisión y seguridad, en dirección opuesta a la que tomaron los demás, dando la espalda a la llamada jovial y estridente de los titiriteros.
Traspone las tapias de los últimos corrales, atraviesa las eras donde las gavillas empiezan a amontonarse, y sale al camino hondo, herida centenaria, pero siempre fresca, sobre el pecho de la colina. No se encuentra con nadie. Sigue andando. Camina cada vez más de prisa, no por recelo de ser perseguida, sino por la ilusión de llegar a alguna parte, de alcanzar una meta confusamente presentida. Sus azules ojos, de un azul tan límpido y nuevo que sorprende en un rostro tan mohoso y marchito, miran solo hacia adelante, con la inefable impavidez que únicamente los niños y los locos pueden poseer. Sigue andando. Gesticula y murmura con más exaltación que nunca, pero con más concentración también. Y hay más misterio y simbolismo en el mensaje cifrado de su razón que en el mundo. Sigue andando. Camina con un paso tan rápido que ni un muchacho de veinte años lo podría igualar. Va, como entre dos murallas, entre los altos ribazos, sobre los cuales se asoma y se agitan los trigales, como infinitos dedos que contestan a los signos de sus manos, que replican a su voz cascada con cuchicheos rasposos que solo ella puede comprender. Sigue andando. Arriba, el cielo pasa como un río invertido, lento y fresco y azuloso, mientras ella, acalorada, casi corriendo ya, siente que desde su pecho a su cabeza se va formando el nudo. Nudo tirante y duro, que ata el pasado y el presente, tan apretado que la ahoga… Tiene que detenerse para cobrar aliento, y se deja caer sobre el ribazo… Y al mirar en torno, con sus ojos azules, lúcidamente dilatados, todo lo reconoce: el lugar, la hora, la luz malva y verdosa del atardecer, los ruidos apagados sobre el campo, como diluidos en el espacio y en el tiempo: el ladrido lejanísimo de un perro, el grito de un hombre a sus mulas, el tañido de una esquila temblorosa, el graznido de un cuervo al encontrar carroña… Y, más concreto e inmediato, sobre su cabeza misma, en lo alto de la linde, el rumor de las mieses maduras, susurrando su complicidad, emanando su excitante olor tostado, el olor rudo y acre del sudor de los segadores. ¡Aquí, aquí, en este mismo instante! Ella y el nietecillo, sentados en la agostada hierba. Los dos, callados, jadeantes y dichosos, descansando de la caminata en el tibio silencio crepuscular. El niño sonríe y restriega su naricilla mocosa contra el delantal de la abuela…
Y de pronto, sobre su paz purísima, las voces… Caen las voces, tenues y tremendas, entre el susurro fútil de las mieses: la voz de la mujer, suspirante y cariciosa, y la voz, furiosa de placer, del hombre, diciendo el nombre de ella delirantemente… (La abuela se yergue, rígida, sintiendo cada vez más prieto el nudo entre su corazón y su cabeza.)
El niño se ha puesto en pie, con alegre y precipitada sorpresa:
—Made… Made t’ahí —dice ahiladamente, con su media lengua floja. Y quiere trepar por el ribazo.
Pero la abuela le tapa la boca con premura y le coge entre sus brazos y le cuchichea al oído desesperadamente:
—¡Calla! ¡No, no es madre! ¡Calla, calla, no es madre!
Y las voces inexorables —la voz dulzona y cantarina, familiar, inconfundible; la voz desconocida, forastera, ronca de pasión, repitiendo el nombre de ella— siguen cayendo sobre la cabeza de la abuela, se escurren por su garganta hasta su pecho y lo aprietan insoportablemente con su doble nudo corredizo. Y ella arrastra al niño por el hondo camino, tapándole la boca, que sigue balbuciendo:
—¡Made, made! Made t’ahí…
—¡Calla, calla, maldito! ¡No es la madre! ¡Cállate!
El niño calla al fin y, asustado, llora sigilosamente. Cuando ella se detiene jadeando y mira en torno como ciega, es él quien tiene que guiarla, entre tinieblas, hasta el pueblo, hasta la casa, donde la abuela entra haciendo gestos extraños, diciendo por primera vez cosas incomprensibles, riendo y sollozando a un tiempo.
Ahora también solloza y ríe, cuerdamente. Pero dentro de su pecho, el doble nudo de las voces aprieta cada vez más fuerte, hasta derribarla en el ribazo, cara a las estrellas, que acaban de brotar en el otro altísimo camino, como pálidos jacintos amarillos.
Después, sobre su corazón parado saltó un grillo y se puso a serrar dulcemente el silencio nocturno.